Votar es una bendición, pero ya no parece una fiesta
El Estado Constitucional de Derecho volvió a ser instaurado en la Argentina hace 42 años. Desde entonces, y de manera incesante, denominar a las elecciones como "la fiesta de la democracia" se convirtió en un lugar común. Una expresión trillada y usada hasta el abuso. Como "pertinaz llovizna" o como "tensa calma". Los editores de diarios porfiaban que los cronista buscaran otras expresiones y, con ellas, otras significaciones.
Hoy poco queda de ese lugar común. Claro que votar es una bendición laica. Los comicios transparentes y libres de proscripciones son un requisito indispensable de cualquier democracia. No son condición suficiente, claro está (la democracia es un fenómeno multidimensional que excede largamente el plano de las votaciones), pero son condición necesaria.
Aclarado ello, prima facie, no hay clima de fiesta en las calles. Por el contrario, se llega a estas elecciones con un escenario conocido que, precisamente por reiterado, se ha tornado en una desgraciada tendencia: se ofrece a los argentinos elegir por el mal menor. Eso, lejos de todo contexto de algarabía colectiva, consolida una cultura de la mortificación.
El oficialismo difuso
Apenas unos pocos días le quedan a una campaña electoral que decidió prescindir de la razón. El llamado a las urnas apela a consignas inverosímiles para estas alturas de la Modernidad. "Libertad o esclavitud", "patria o colonia" y demás proclamas del siglo XIX saturan el espacio discursivo del siglo XXI. No hay espacio para las propuestas sencillamente porque no las hay.
La "santísima trinidad" de las autodenominadas "fuerzas del cielo" se ha derrumbado bajo el peso de la realidad. Aquello de que no se iba a devaluar, ni se iba a dolarizar, ni tampoco se iban a comprar dólares para las reservas porque eso iba a encarecer la cotización del dólar e iba a generar inflación, carece ya de todo sentido. La propuesta del gobierno, entonces, se inscribe en el pantano de lo difuso: "no nos quedemos a mitad de camino", sin jamás precisar cuál es la meta a la que debe llegarse. Lo único claro, entonces, es la falta de definiciones. De eso está hecho el alcance del acuerdo económico con los Estados Unidos, lo que la potencia norteamericana pedirá a cambio, lo que ocurrirá con las políticas financieras de la Argentina, cuál será la suerte del gabinete nacional, qué rumbo adoptará la administración libertaria después del 26 de octubre...
La oposición negadora
En frente, el kirchnerismo sólo propone frenar a La Libertad Avanza. Y punto. De un plan alternativo, ni hablar. Es la reedición de la típica tragedia argentina: nunca una disyuntiva entre "A o B", sino tan sólo entre A vs. No A". Donde "A" nunca es un plan de gobierno, sino un culto personalista que se resume en un paroxismo "el proyecto es el líder". Y donde la oposición no es una propuesta distinta sino, tan solo, la negación de ese liderazgo. De una idea de país, ni noticias.
Justamente, de cómo terminar con los pesares económicos de millones de argentinos nadie dice nunca nada. A lo largo de esta centuria ha habido penurias con altísima inflación, durante los cuatro kirchnerismos, y la hay ahora, con una inflación estabilizada en torno del 2% mensual.
Gobernar es "pedir"
Para peor, la imagen de los últimos tiempos es que, en la administración de Javier Milei, "gobernar" es sinónimo de "pedir". A los ahorraste argentinos, mediante el "blanqueo"; al FMI, mediante creditos; al Tesoro de los EEUU, mediante un "swap".
El problema es que los antagonistas de "gobernar es pedir" son los eternizadores del fracasado modelo "gobernar es emitir". Y tienen por principal referente al gobernador de Buenos Aires, Axel Kicillof, quien como ministro de Economía de Cristina Kirchner dejó al país en "default" (los acreedores intentaron embargar la Fragata Libertad en un puerto de Ghana). De regalo, legó para la posteridad una hipoteca impagable para el erario con los desmanes de la expropiación de YPF.
Gobernar es "emitir"
Como corolario, ninguno de los extremos se ha revelado inmune contra la corrupción. Cristina Kirchner fue condenada en la causa "Vialidad" y Alberto Fernández, el que juraba que en 2019 "volvían mejores", está procesado por negociaciones incompatibles con la función pública por las millonarias comisiones que pagaba el Estado en contrataciones de seguros.
El gobierno de Milei, que venía a desterrar a "la maldita casta", acumuló en menos de dos años un rosario de escándalos: desde la estafa con la criptomoneda "Libra" hasta los millonarios contratos a una empresa de los Menem para custodia de sucursales del Banco Nación, pasando por los audios del ex titular de la Agencia Nacional de Discapacidad (Andis) Diego Spagnuolo que la mencionan como presunta beneficiaria de un esquema de coimas en ese organismo. Justo en medio de un "ajuste" que afectaba a los beneficiarios de pensiones por discapacidad. Ni "la maldita casta" se atrevía a tanto...
La fe y los apóstatas
Con estos antecedentes y estas realidades, la campaña electoral divorciada de la razón apela un verbo difícil de explicar, pero fácil de entender: "creer". En definitiva, oficialistas y opositores piden que el voto en nombre de que los argentinos les "crean". Justamente, los apóstatas de la unión nacional, del afianzamiento de la justicia, de la consolidación de la paz interior, de la provisión de la defensa común, de la promoción del bienestar general y de garantizar los beneficios de la libertad despliegan un proselitismo montado en la fe ciudadana.
La respuesta viene siendo la apatía. Comicios que, en distintos distritos, a lo largo de este año inacabable, han mostrado tasas inéditas de ausentismo en las urnas. Las elecciones, enhorabuena, siguen celebrándose. Pero ya no se festejan, a juzgar por la alta deserción en los comicios. Todos están invitados a esa "fiesta de la democracia", pero cada vez menos gente acepta la participación. Porque los representantes de la ciudadanía, desde hace demasiado tiempo, administran la democracia, que es "el gobierno del pueblo", como si el pueblo fuera un convidado de piedra.