O sea, digamos...censura
Es escalofriante, pero cierto: el gobierno de Javier Milei avanza con una renovada campaña de odio y persecusion contra periodistas críticos. El último hito indignante es el fallo judicial que prohíbe la difusión de los audios de Karina, una medida que no hace más que confirmar la persecución sistemática y el desprecio por la libertad de prensa.
Javier sin Ley
La Constitución y el Pacto de San José de Costa Rica garantizan -y sin eufemismos- nuestro derecho a expresarnos críticamente. Se suma el criterio de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, que ya sentenció que incluso material obtenido de manera irregular puede ser difundido si es de interés público, como se resolvió en los fallos Campillay y Costa. No se trata de un capricho legalista: se trata de la esencia misma de la democracia. El derecho a saber no admite mordazas. Lo que hace Milei no es novedoso: es un guion viejo, reciclado con la arrogancia de quien se cree pionero del neoliberalismo, pero repite los peores vicios del autoritarismo. Su cruzada contra la prensa crítica reproduce, con un aggiornamento local, la lógica que aplicaron dictadores y líderes totalitarios de todo signo.
Putin en Rusia, Erdogan en Turquía, Ortega en Nicaragua: todos comenzaron desacreditando a los medios independientes, acusándolos de mentirosos o corruptos, hasta sofocarlos con leyes, juicios o violencia. Milei va por ese mismo camino, disfrazado de justiciero antisistema.
Un ilusionista de realidades
Hannah Arendt ya nos advirtió: el totalitarismo no empieza con tanques en las calles, sino con la erosión de la verdad pública. El sujeto ideal del régimen totalitario... es aquel para quien ya no existe la distinción entre realidad y ficción, verdadero y falso.
Eso es exactamente lo que observamos en Argentina: un presidente que se cree fabricante de realidades, que grita más fuerte que los hechos y espera que, a fuerza de saturación, la sociedad se rinda ante su versión de la historia. El ataque es doble: simbólico, desde el discurso, y material, desde los mecanismos que asfixian la subsistencia de voces disidentes.
Hartos
El problema central es que muchos en la sociedad -cansados, anestesiados, hartos de una política decadente- miran para otro lado, como si el periodismo fuera un lujo y no un derecho básico. La censura se normaliza de a poco, como una enfermedad silenciosa que no duele al principio pero termina matando. "Total, que se jodan los periodistas", dicen algunos, sin entender que cuando cae la prensa, caen todas las libertades detrás.
Milei, con su prédica constante de odio, se alimenta del enfrentamiento. Construyó su identidad política atacando a la "casta" y ahora amplía la definición hasta incluir a todo aquel que lo cuestione. No es casual que descargue su furia contra comunicadores: el poder real teme más a la palabra que a la piedra. Una piedra se esquiva; una verdad, cuando se instala, es imposible de borrar.
La historia es pródiga en ejemplos. Richard Nixon intentó destruir a la prensa tras el Watergate, llamando "enemigos" a quienes lo investigaban. Su caída demostró que el periodismo libre puede derrotar al poder más arrogante. En América Latina, la censura ha sido la regla más que la excepción: desde los fusilamientos de periodistas en dictaduras de Sudamerica hasta la persecución más reciente en Venezuela y Nicaragua.
Todos los regímenes que pretendieron eternizarse en el poder empezaron de la misma manera: silenciando preguntas incómodas.
Hay que odiar
Las preguntas que deberíamos hacernos son: ¿qué hacemos nosotros, como sociedad? ¿Seguimos mirando cómo el presidente convierte la libertad de expresión en un campo de batalla personal? ¿O entendemos que la defensa del periodismo crítico es la defensa de nuestra propia voz?
El odio que Milei siembra contra los periodistas debería devolvernos en espejo un odio mayor: no contra él como persona, sino contra su proyecto de censura, contra la mutilación sistemática de la palabra libre.
Porque odiar, en este caso, no significa odiar con irracionalidad; significa no aceptar, no tolerar, no naturalizar. Significa comprender que la libertad se defiende con uñas y dientes, que no se negocia. La indiferencia es el mejor aliado del censor. Y nosotros, hasta ahora, hemos sido demasiado tibios. No odiamos lo suficiente. No gritamos lo suficiente. No resistimos lo suficiente.
La situación es seria, y la respuesta debe ser decidida: no lo odiamos lo suficiente. Tenemos que gritar la verdad más fuerte, con la Constitución bajo el brazo y la historia como testigo. La única salida es existir con dignidad, y existir con dignidad es existir en libertad. Todo lo demás es servidumbre voluntaria. Y para eso, mejor no existir.