Los pueblos no se equivocan, pero se cansan

En tiempo récord, pasamos de la corrección política a la incorrección brutal.

Durante años me consideré parte de una generación bisagra, que había logrado deconstruir mandatos opresivos en un sistema binario y patriarcal -bla, bla, bla.
Por unos segundos, creí que le habíamos encontrado el agujero al mate. Que teníamos por delante solo evolución y ampliación de derechos. Cuanta ingenuidad. 

En tiempo récord, pasamos de la corrección política a la incorrección brutal. Luego de años de hipersensibilidad en torno a la diversidad, el lenguaje y la identidad -muchas veces leída como exceso-, Argentina le abrió la puerta a quienes prometían "decir lo que nadie se animaba"... incluso si era violencia.

A la sombra de la "incorrección política" se ha encontrado la excusa perfecta para legitimar la violencia mediante discursos de odio y la propagación de posturas negacionistas que buscan invisibilizar luchas populares y conquistas de derechos.

Lo que ingenuamente podría considerarse una simple postura es, en realidad, una estrategia de poder. Una estrategia que busca trascender el discurso -supremacista, clasista, racista, aporofóbico, machista, homo-odiante, entre otros- y alcanzar una praxis cuya única pulsión es eliminar lo diferente.

Según el diario Le Monde, en una nota publicada el 18 de abril de 2024, "Javier Milei pasa alrededor de dos horas por día en la plataforma X compartiendo contenido, en su mayoría vehemente". Yo, más que vehemente, diría que se ha convertido en un influencer del resentimiento. Si las jornadas son políticamente intensas, tenemos un presidente que puede pasar más de cuatro horas diarias haciendo uso de las redes sociales.

El presidente de la Nación no es el único que trafica odio. También lo hace el séquito que lo acompaña, como El Gordo Dan, quien recientemente tuiteó contra la cultura islámica; o incluso anónimos que pretenden amedrentar a artistas nacionales con amenazas de bomba en sus shows -como fue el caso de Lali en San Juan.
También lo hace la ministra Patricia Bullrich, que no tiene reparos en apalear jubilados todos los miércoles. Esta no es más que una escueta enumeración dentro de una catarata de hechos repugnantes, en el país donde la libertad no avanza. 

Nada está quieto. Lo que hoy es centro, mañana es margen, y el péndulo oscila entre la brutal incorrección y la insoportable corrección política.
Un alto porcentaje -o al menos el suficiente para ganar un balotaje- se ha enamorado de la "valentía" de decir lo que otros callaban en tiempos de corrección, e interpretaron este brutalismo como libertad de expresión.

Los pueblos no se equivocan. Sus demandas, intereses y necesidades fluctúan.
Jamás me animaría a decir si votan o no lo correcto, pero sí que lo hacen en función de su contexto.
Cada vez entiendo más que ese 55 % eligió la incorrección como un grito de hartazgo, como una trompada al Estado benefactor que no alcanzó para resolver los problemas estructurales.
No tengo certezas, pero tampoco dudas, de que cuando el odio se revele estéril y las excusas sean más que las respuestas, gran parte de ese 55 % volverá a buscar sensatez y la palabra que construye. Porque los pueblos son, al fin y al cabo, memoria en movimiento.

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