Ya tuvimos esta conversación
Hay algo profundamente irónico en la política argentina: creemos descubrir lo nuevo, cuando en realidad caminamos sobre las huellas repetidas de un círculo vicioso. Javier Milei regresó de los Estados Unidos tras reunirse con Donald Trump, posar para una foto sosteniendo una cartulina y festejar con entusiasmo 4 tweets de Scott Bessent -un financista que hoy juega a ser gurú geopolítico y Secretario del Tesoro- . La escena parece fresca, disruptiva, casi cinematográfica. Pero no lo es. Porque, el eterno retorno no es metáfora: es condena.
La diplomacia del déjà vu
Cada vez que un presidente argentino viajó al norte en busca de salvación, volvió con promesas que envejecieron más rápido que los titulares. Basta recorrer la historia reciente:
Alfonsín se abrazó a la ilusión de un respaldo que nunca llegó. Su visita a Washington en 1985, con el Plan Austral en plena gestación, se tradujo en palmadas y discursos correctos, pero la asistencia económica fue mínima, atada siempre a las condicionalidades del FMI y a un contexto internacional que nos veía más como problema que como socio. El resultado: hiperinflación y un final anticipado.
Menem, mucho más pragmático, jugó a ser el alumno ejemplar de la Casa Blanca. Se alineó con Bush padre en la Guerra del Golfo, entregó la política exterior argentina a la lógica del "carnet VIP en Occidente" y construyó un relato de modernidad importada. La contracara: privatizaciones a precio vil, deuda creciente y un espejismo de estabilidad que terminó explotando en 2001. Menem fue el presidente que más cerca estuvo de lograr un abrazo "carnalisimo" permanente con Estados Unidos, y aun así, el desenlace fue una de las peores catástrofes sociales de la historia argentina.
De la Rúa también peregrinó al norte en 2000, desesperado por sostener la convertibilidad. Promesas, elogios a Cavallo y sonrisas diplomáticas. El resto es sabido: el país implosionó un año después, y el "apoyo irrestricto" de Washington se evaporó en cuanto la Argentina dejó de ser útil para sus intereses estratégicos.
Macri, el amigo personal de Trump y "niño mimado" de los mercados, viajó a pedir bendiciones y líneas de crédito. Al principio, el respaldo parecía sólido: fotos en la Casa Blanca, titulares que lo consagraban como "el hombre que traería de vuelta a la Argentina al mundo". Lo que vino después fue el préstamo récord del FMI, la dependencia extrema de dólares fugaces y el derrumbe económico que allanó el camino para la emergencia de Milei.
La historia muestra, con una claridad casi insultante, que Estados Unidos nunca ofrece ayuda desinteresada. Lo que pone sobre la mesa son fichas de casino: brillan, seducen, pero siempre pertenecen a la casa. Y la casa, y la casta, nunca pierden.
Promesas del norte, fracasos del sur: la eterna fantasía de salvación externa
Milei parece convencido de que será distinto. Que la sintonía personal con Trump, abrirá las puertas de un rescate inédito. Que la figura de Bessent marcará un antes y un después. Pero en el fondo, ¿qué cambia? El guion es el mismo: el presidente argentino viaja, promete reformas dolorosas para congraciarse con el amo, vuelve con titulares que celebran una supuesta "confianza internacional" y, a los pocos meses, la realidad demuele la narrativa.
La Argentina se repite porque no logra hacerse cargo de su propio trauma: la creencia de que la salvación vendrá siempre de afuera. Esa fantasía, arraigada desde los años en que nos veíamos como "granero del mundo", nos condena a buscar redentores foráneos en lugar de asumir que la reconstrucción exige primero mirarnos al espejo. El espejo, claro, devuelve una imagen incómoda: una sociedad dividida, una dirigencia que cambia de ropaje pero no de vicios, y un país que oscila entre la soberbia y la sumisión.
La escena de Milei con Trump tiene la estética de un déjà vu. El outsider argentino, que se construyó políticamente prometiendo dinamitar la casta, ahora se fotografía con el epítome del establishment global. El león libertario que brama contra el Estado se abraza con un autocrata que representa el nacionalismo más feroz y la política de poder en su versión más descarnada. El mismo Milei que denunció décadas de saqueo por parte de "los políticos" buscó en Washington la legitimidad que no encuentra en el Argentina..
La pregunta, entonces, no es si Estados Unidos ayudará a la Argentina. La pregunta es cuánto tardaremos en comprobar que esa "ayuda" es la antesala de un nuevo fracaso. Porque cada visita a Washington termina igual: con promesas que no se cumplen, con sacrificios que recaen sobre los más débiles y con una dirigencia que se lava las manos diciendo que "hicimos lo que el mundo nos pedía".
Ya tuvimos esta conversación. La tuvimos en los ochenta, en los noventa, en los dos mil y en el macrismo. La estamos teniendo ahora, con Milei convertido en protagonista de un remake mal filmado. La diferencia es que cada repetición profundiza la herida: menos soberanía, más dependencia, menos política como proyecto colectivo y más administración de ruinas.
El riesgo existencial no es solo económico. Es también cultural y simbólico. Porque repetir el gesto de ir a pedir permiso, una y otra vez, erosiona la idea misma de nación. Nos volvemos un país que actúa como adolescente inseguro: buscando la aprobación del hermano mayor, incapaz de definir su identidad sin que otro la valide. Esa actitud, a la larga, nos fragmenta más que la inflación o la deuda.
La daga final es simple y brutal: no hay redención posible en repetir lo que ya fracasó. Insistir en esa ruta es negar el aprendizaje histórico, es girar en un círculo donde la promesa siempre se estrella contra la realidad. Quizás lo único auténticamente libertario, en este contexto, sería animarse a romper ese ciclo. Pero Milei, atrapado en su propio personaje, en sus inseguridades y en su necesidad de épica importada, parece incapaz de hacerlo.
Milei, Trump y la repetición del error: cuando el pasado vuelve disfrazado de novedad
Y así, la Argentina vuelve a vivir el eterno retorno de su tragedia política. Como Sísifo empujando la roca montaña arriba, una y otra vez, solo para verla rodar hasta el valle. El viaje a Estados Unidos no es un acto de futuro: es la confirmación de que seguimos presos del pasado. Porque, después de todo, ya tuvimos esta conversación y lo peor es tener gente a tu alrededor que parece olvidarse que muchos de nuestros mandatarios fueron y son, cuanto menos, poco iluminados