Opinión

Tucumán: jardín de la impunidad

En un espiral -o tal vez en un oleaje feroz- de desazón, porquería y bronca, el machismo exaltado en tiempos de crisis y desigualdad nos golpeó una vez más.

La reaparición de Gustavo Cordera reivindicando a un femicida o pidiendo disculpas para vender entradas; campañas de marketing que buscan el "like" de los fieles del humor Neandertal; un triple femicidio en contextos extremos de vulnerabilidad; centenares de cobardes con wifi culpando a las víctimas; y una joven sobreviviente de una violación grupal perseguida por la justicia... Todos ellos son apenas algunos -de tantos- hechos invisibilizados que muestran que aquí nada se derrumba: al contrario, sobre los cuerpos de mujeres y disidencias se sigue edificando violencia machista.

Tucumán, jardín de la impunidad. Tierra de Marita Verón, Paulina Lebbos, Beatriz Argañaraz, Milagros Avellaneda y Benicio. Suelo de Daiana Garnica, Paola Tacacho, Yamila Musa... y de una lista dolorosamente larga de nombres femeninos condenados por una justicia infame, pero rescatados del olvido por sus familiares y la organización colectiva.

Perspectiva de género: del papel a la práctica

Para tranquilidad de los traficantes de odio en redes, pensar una justicia con perspectiva de género no significa "beneficiar a las mujeres por ser mujeres", sino reconocer las desigualdades estructurales entre varones, mujeres y disidencias; considerar las situaciones de vulnerabilidad; y evitar la revictimización y los estereotipos sexistas.

El intento de construir esta justicia no es nuevo: lleva más de 25 años. En 1994, la Convención de Belém do Pará, ratificada por la Argentina, estableció la obligación de los Estados de prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres. La Plataforma de Acción de Beijing de Naciones Unidas reforzó el compromiso de incluir la igualdad de género en todas las políticas públicas, incluida la justicia.

Décadas después, leyes como la 26.485 de Protección Integral ampliaron derechos, pero resultaron insuficientes. Por eso, en 2019, se sancionó la Ley Micaela, en honor a Micaela García, la joven feminista de 21 años violada y asesinada por Sebastián Wagner, un hombre con antecedentes de violación que estaba en libertad condicional. La Ley obliga a todos los funcionarios públicos -incluidos jueces y fiscales- a capacitarse en género.

Sin embargo, más allá de fotos, anuncios y portales oficiales, la aplicación real ha sido mínima. La justicia tucumana ignoró los 22 pedidos de auxilio que Paola Tacacho realizó desde 2015. Paola fue asesinada. El juez Pisa fue destituido y la familia indemnizada con la vergonzosa cifra de 36,4 millones de pesos. El 10% debía salir del bolsillo del magistrado destituido: un monto que, lejos de representar un sueldo mensual de un juez de instrucción, apenas roza la sanción simbólica.

En el radar de esta causa también aparece la fiscal Adriana Reinoso Cuello, quien, sin practicar ningún tipo de medida investigativa respecto al femicida de Paola, dictaminó: "No hay delito." Hoy es la misma fiscal a cargo de la investigación de la presunta violación grupal perpetrada por los jugadores de Vélez: José Florentín, Brian Cufré, Abiel Osorio y Sebastián Sosa contra una periodista tucumana, que hace quince meses espera la elevación a juicio.

La criminalización de las mujeres como mecanismo de impunidad

Criminalizar a las mujeres insistiendo en que sus denuncias por abuso sexual son falsas se ha vuelto una de las formas más brutales de disciplinamiento, no solo judicial sino también social. Un estudio realizado a mujeres de entre 18 y 65 años mostró que solo el 21% de las víctimas de violencia llega a denunciarlo. Invertir el foco de la investigación no constituye un caso aislado, sino una estrategia instalada que traslada permanentemente la sospecha de los acusados a las denunciantes. El mensaje es claro, y está reflejado en los números: si se animan a hablar, serán estigmatizadas, ridiculizadas y vulneradas.

Este disciplinamiento institucionalizado: dilata los procesos y erosiona sistemáticamente la credibilidad de las víctimas. Para la justicia, Paola Tacacho "exageraba". Para la justicia, los patrones sexistas indicaron que Lucía Pérez "no era lo suficientemente víctima" de abusos sexuales e ingesta forzada de cocaína. Para la justicia, el femicidio de Wanda Taddei fue "un accidente". Para la justicia, a Nora Dalmasso había que estigmatizarla por su vida íntima. La lista podría continuar hasta el cansancio.

No es casualidad que frente a cada caso resonante aparezcan expedientes espejo, contradenuncias o estrategias de desgaste. Es el propio sistema judicial el que se protege y, al hacerlo, deja a las víctimas expuestas a un doble tormento: el de la violencia sufrida y el de la violencia institucional.

La pregunta es la misma de siempre: ¿cuántos nombres más vamos a agregar en Tucumán hasta que la justicia deje de negociar con los cuerpos de las víctimas?

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