La casta siempre gana
Cuando los engranajes judiciales rechinan, se filtra el hedor del poder: no es que la justicia falle, es que participa del juego. En Tucumán, mientras los vecinos escuchan el eco de promesas publicitarias, la política secreta susurra su regla más vieja: la casta se preserva, se recicla, se regenera.
El reciente procesamiento de la legisladora provincial Sandra Figueroa -por lavado de dinero con agravante, confabulación con el narcotráfico y asociación ilícita- no sorprende: simplemente hace visible lo que siempre estuvo detrás del telón.
Figueroa y su esposo, el exintendente Luis "Pato" Campos, integran lo que el juez define como un "sostén estructural de una empresa criminal colectiva". Se les impuso embargo millonario y restricciones de movimiento, pero no prisión preventiva; sus funciones políticas, por ahora, siguen intactas.
Una postal de la impunidad como sistema operativo
¿Y el Poder Judicial tucumano? Ese es otro capítulo del teatro donde la casta se mueve entre bastidores. En Tucumán se susurra que los jueces no solo fallan, sino que obedecen. El ecosistema judicial provincial ha sido descrito como un entramado de corrupción, impunidad y simbiosis con el poder político.
El epítome de la casta polifuncional, Edmundo "Pirincho" Jimenez, presiones cruzadas; un mapa de ramificaciones entre gobernantes, legisladores y jueces que se sostienen mutuamente. La justicia provincial deja de ser árbitro para convertirse en tablero controlado.
Nada se rompe: todo se acomoda
Pero si Tucumán es la muestra local del cáncer, la Nación exhibe su metástasis. Mientras en las provincias el poder se reparte en mesas chicas, en Buenos Aires el espectáculo toma forma de circo romano.
Javier Milei, el hombre que prometió quemar la casta, terminó organizando un festival de ego en el Movistar Arena, con luces estroboscópicas, músicos pagos y una performance que haría sonrojar a un adolescente en su primera banda de garage.
Cantó, gritó, se autopresentó como rockstar libertario, mientras el país observaba entre el desconcierto y la vergüenza ajena.
El mundo -esa audiencia invisible que siempre nos mira- no rió con él: rió de él. La imagen de un presidente desafinado, agitando una motosierra imaginaria y citando a Dios entre solos de guitarra, fue trending topic global.
El libertario que decía "venir a dinamitar la casta" terminó convirtiéndose en su caricatura más absurda: la casta del espectáculo, el populismo del yo, la política convertida en show de varieté.
Y mientras tanto, entre el humo de luces y los riffs desafinados, llegó otra noticia: Estados Unidos vuelve al rescate. El "amigo americano" que siempre cobra caro por su abrazo. Una nueva inyección de dólares que promete "estabilidad" pero perpetúa la dependencia.
Un salvataje que no se escribe con tinta diplomática sino con la cláusula invisible de la subordinación. Washington presta, pero también manda. Y cada dólar prestado es una orden susurrada: ajusten más, recorten más, vendan más.
Así, mientras Tucumán reproduce su pantano judicial y la Nación su espectáculo presidencial, la historia argentina vuelve a girar sobre su eje más cínico: el país se arrodilla, el pueblo paga y la casta aplaude.
La diferencia es de formato: unos firman resoluciones judiciales en la penumbra, otros cantan en estadios con luces de neón. Pero ambos encarnan la misma obscenidad: la distancia entre el poder y la dignidad.
El mileísmo no destruyó el sistema: lo modernizó. Reemplazó la solemnidad del político tradicional por la histeria de la celebridad. No hay ministros: hay fans. No hay gestión: hay performance. Y mientras los pobres se hunden, el presidente se filma desde los aires en vuelos privados, vendiendo libros y arengas que prometen libertad pero consolidan la servidumbre. El mensaje es brutalmente claro: no se gobierna, se entretiene.
De Tucumán a la Casa Rosada, de Figueroa a Milei, de los tribunales al Movistar Arena, el país parece una larga línea de continuidad donde la corrupción se disfraza de épica y el ridículo de valentía. El ciudadano, atrapado entre el bochorno y la impotencia, observa cómo cada intento de ruptura termina sellando una nueva forma de sometimiento.
Porque la casta no es un grupo de personas: es una estructura mental. Es el privilegio convertido en costumbre. Es la naturalización del abuso. Y Milei, con su teatralidad mesiánica y su dependencia financiera, demuestra que la casta no se destruye gritando contra ella: se destruye renunciando a parecerse.
Pero él eligió el camino contrario: ser el más ruidoso entre los cómplices.
Mientras tanto, el Tucumán de los jueces obedientes y los narcopolíticos impunes continúa siendo el espejo perfecto de un país que ya no se escandaliza, solo bosteza. La corrupción dejó de ser crimen para volverse paisaje.
Y entonces, cuando el aplauso se apaga y el dólar sube, cuando la política canta y la justicia calla, queda flotando la pregunta final: ¿de verdad queremos seguir llamando "locura" a la única forma de lucidez que queda -la de no resignarse-?
Porque al final, la casta siempre gana. Gana cuando roba, cuando miente y cuando convierte la humillación nacional en trending topic. Pero su triunfo más grande no es político ni económico: es espiritual. Gana cuando logra convencernos de que nada puede cambiar.
Cuando el ciudadano deja de creer. Cuando el pueblo se ríe del presidente, pero ya no se ríe de sí mismo, porque el dolor dejó de ser gracioso. Ahí, justo ahí, es donde la daga se clava: en el corazón cansado de una sociedad que alguna vez soñó con ser libre, y terminó aplaudiendo al verdugo que desafina bajo reflectores.