Opinión

Javier, por sí o por no

Hay gobiernos que gobiernan, otros que administran y otros que simplemente ensayan. El de Javier Milei parece estar todavía en ese tercer estadio: un ensayo que no termina de convertirse en partitura.

En vísperas de las elecciones legislativas del 26 de octubre, la pregunta que sobrevuela es si este experimento libertario todavía conserva la capacidad de inspirar o si ya agotó su crédito de fe.

Durante meses, la sociedad argentina le concedió al presidente el beneficio de la duda: el derecho a la ruptura, al lenguaje incendiario, a los gestos antisistema. Pero los fuegos artificiales no reemplazan los resultados, y la paciencia colectiva -esa moneda que cotiza más alto que el dólar- empieza a escasear.

El país le reclama algo elemental: definiciones. No slogans, no insultos, no performances de rock. Respuestas.

Respuestas que deberían formularse con la seriedad de quien entiende que cada palabra puede alterar el pulso de una nación que ya no soporta más improvisaciones..

Entonces, Javier, por sí o por no:

¿Seguís creyendo que la política es el enemigo, aun siendo vos su máximo representante?

¿Podés construir poder sin destruir puentes?

¿La libertad que predicás es para todos o sólo para los que piensan como vos?

¿El ajuste era inevitable o simplemente era tu revancha contra un Estado que nunca te abrazó?

¿Te importa más la gente o tu relato?

¿El FMI y EE.UU dictan tu economía o vos dictás la del país?

¿El déficit cero vale si el costo es el alma de la nación?

¿Podés mirar a los jubilados a los ojos?

¿El que ahorra en pesos es un idiota o un héroe que todavía cree en la patria?

¿Los pobres te sobran o te duelen?

¿La dolarización fue una bandera o un espejismo electoral?

¿Tu guerra con el periodismo es una cruzada por la verdad o una persecución de los que te muestran el espejo?

¿Podés gobernar un país sin amar a su gente?

¿Las personas con discapacidad son tu enemigo?

¿Vas a sostener en el cargo que le diste a tu hermana?

Son preguntas que no admiten sarcasmos ni teorías conspirativas. El poder no es una tribuna y el gobierno no es un ring. Argentina necesita menos epítetos y más certezas.

El problema del oficialismo ya no es la oposición ni los medios ni el Fondo Monetario. El problema es la desilusión.

El desencanto silencioso que se filtra por los márgenes del discurso y empieza a crecer en el subsuelo del humor social.

No hay encuesta que mida con precisión ese cansancio, pero está ahí, latiendo, como un zumbido constante.

El gobierno libertario construyó un relato de pureza moral frente a la corrupción del sistema. Pero el relato, sin resultados, se convierte en dogma; y el dogma, sin autocrítica, en tiranía simbólica.

El poder que no escucha se vuelve caricatura.

Y cuando el líder cree que el país es su espejo, la política deja de ser servicio y se transforma en espejo narcisista.

La Argentina real -esa que no tuitea, no milita y no canta himnos libertarios- vive otra película: precios imposibles, salarios pulverizados, paritarias insuficientes, servicios colapsados. Esa Argentina no pide teoría austríaca: pide alivio.

Y lo pide ya.

El discurso del sacrificio eterno está agotado. Los argentinos no necesitan que se les explique el dolor: lo sienten todos los días. Lo que exigen es un horizonte, una dirección que no cambie cada quince días, una conducción que no confunda la épica con el delirio.

El gobierno llegó al poder con una narrativa de ruptura. Pero romper no alcanza: hay que construir después de los escombros.

Y en ese punto, Milei enfrenta su mayor contradicción. Porque destruir el Estado puede servir para una campaña, pero no para gobernar.

El poder sin un proyecto se convierte en ceniza.

Las elecciones de octubre no serán solo una prueba legislativa: serán un referéndum emocional sobre la gestión.

El voto no medirá únicamente números ni inflación: medirá confianza. Y la confianza, una vez rota, es difícil de recomponer.

Si el presidente pretende recuperar legitimidad, deberá ofrecer algo más que furia.

Tendrá que ofrecer una visión.

Y una visión no se grita: se construye con humildad y consistencia.

La Argentina lleva demasiado tiempo atrapada en la lógica del antagonismo: los buenos contra los malos, los héroes contra los corruptos, los iluminados contra los ciegos.

Esa épica binaria es rentable en campaña, pero suicida en el gobierno.

Quizás el presidente aún no lo perciba, pero la historia argentina está plagada de líderes que confundieron el ruido con la razón. Todos terminaron igual: devorados por su propia voz.

El poder en Argentina no se hereda, se consume.

Y cuando se ejerce sin conciencia del otro, deja de ser autoridad y se convierte en soledad.

El 26 de octubre será, entonces, más que una elección: será una pregunta colectiva.

¿Sigue habiendo esperanza o ya se quebró el hechizo?

¿El cambio era posible o era apenas una consigna?

¿Hay un país por venir o un vacío adornado con discursos libertarios?

El tiempo -ese juez que no concede likes ni trending topics- dará su veredicto.

Y cuando lo haga, no habrá coros ni enemigos que puedan disimular el eco.

Porque el poder, cuando se olvida del otro, se convierte en su propia negación.

Y el líder que quiso liberar a la Argentina, corre el riesgo de convertirla, otra vez, en rehén de su propio mito.

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